Hubo un día que una ciudad no podrá olvidar
fácilmente. Un día en que sus habitantes tocaron el cielo. El equipo de la
ciudad se había proclamado Campeón de Europa de baloncesto. Un triunfo que tuve
la suerte de vivir en primera persona.
Para los que hemos nacido y vivido en Badalona lo
ocurrido hace exactamente 20 años quedará grabado siempre en nuestras retinas. Debo
reconocer que siendo de esta maravillosa ciudad, es muy difícil no amar el
deporte de la canasta (el hecho de que la casa de mis padres se encuentre a
escasos 300 metros del Pabellón Olímpico ha ayudado mucho), pero aquel triunfo
fue la culminación y el reconocimiento a una forma de vida. La victoria de un
deporte (el baloncesto) que es el número uno en la ciudad, por delante del
todopoderoso fútbol. La victoria de un sentimiento, de una tradición, de un
equipo con un núcleo fuerte formado por la cantera, acababa de derrotar al gran
favorito del torneo y un equipo hecho a golpe de talonario, cómo el Olympiakos
griego.
Parece que fue ayer cuando me dirigía a la mañana
siguiente al Instituto, después de haber vivido una larga noche, una noche que
sabía que no iba a olvidar en toda la vida. Aquel camino dónde solía
encontrarme a menudo a jugadores de la Penya cómo Alfons Albert o Dani Garcia (yendo
a entrenar andando, cómo un ciudadano más muestran el aire cercano del club con
la ciudad), me mostraban las caras de felicidad y satisfacción de la gente. La
sonrisa en sus rostros, delataban que se sentían orgullosos de vivir y sentir
ese sentimiento, que es ser de la Penya.
Un sentimiento que no se borró cuando tan sólo dos
años antes, aquel triple de Sasha Djordjevic rompía de un plumazo las ilusiones
de toda la ciudad y daba el título europeo a un Partizan de Belgrado, que
disputó muchos encuentros cómo local en Fuenlabrada debido a la guerra de los
Balcanes.
El baloncesto hizo justicia y devolvía de la mano de
Zelkjo Obradovic (precisamente el entrenador que dirigía a Partizan), el título
que se había escapado de forma tan cruel, aquella maldita noche en Estambul.
Dirigidos por uno de los mejores entrenadores de
Europa (si no el mejor), junto a un grupo de jugadores formados en el club cómo
los hermanos Jofresa, Villacampa, Dani Pérez, Iván Corrales, Alfons Albert o
Dani García y a jugadores de la talla de Ferran Martinez, Corny Thompson, Mike
Smith o Juanan Morales fueron capaces de derrotar a clubs más poderosos
económicamente.
Dejaron por el camino, nada más y nada menos que al
Madrid de Sabonis en cuartos y a un Barcelona en semifinales, al que derrotaron
muy cómodamente por 65 a 79 y que mostraba una vez más la maldición de Aito en
las Final Four, pero es otra historia.
La final no fue precisamente una oda al ataque y al
buen juego, pero sí que fue un encuentro en el que la emoción duró hasta el
final. La victoria por 57 a 59 era la victoria de un club, de una pequeña
ciudad que lograba derrotar a todo un Olympiakos que a base de talonario había
logrado juntar a jugadores de la talla de Paspalj, Tarpley, Fassoulas o
Sigalas.
Un 21 de abril de 1.994 en Tel Aviv, ganó una forma
de entender y de vivir el baloncesto. La victoria de una cantera que parece no
acabar nunca: Margall, los Jofresa, Villacampa, Rudy Fernández, Ricky Rubio,
Pau Ribas o Guillem Vives pueden dar fe de ello. Un triunfo que hoy en día los
más pequeños en Badalona, junto a su pelota de baloncesto, sueñan en repetir.
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